“ARTIFICIO PARA DOMAR”. ESCUELA, REFORMISMO Y DEMOCRACIA.
1) POSIBLE AÚN DESPUÉS DE AUSCHWITZ
(INTRODUCCIÓN/CONCLUSIÓN)
Me gustaría
empezar definiéndome, poniendo boca arriba todas mis cartas -aunque, de este
modo, quizás acabe (¿en beneficio de quién?) con aquella “partida contra un
ventajista” en que tan a menudo se convierte la lectura de un texto. Soy un anti-profesor, un exiliado de la enseñanza
que todavía se subleva contra el discurso vanilocuente de los ‘educadores’ y
contra la sustancial hipocresía de sus prácticas. Comparto la opinión de Wilde: “Así como el filántropo es el azote de la esfera
ética, el azote de la esfera intelectual es el hombre ocupado siempre en la
educación de los demás” (1). Y creo asimismo que la pedagogía moderna, a pesar
de esa bonachonería un tanto zafia que destila en sus manifiestos, ha trabajado
desde el principio para una causa infame: la de intervenir policialmente en la
conciencia de los estudiantes, procurando en todo momento una especie de reforma moral de la juventud. “Un
artificio para domar”: así la conceptuó Ferrer Guardia, como si por un instante
se tambaleara su desesperada fe en la Ciencia (2). Pugno, en fin, por desescolarizar mi
pensamiento, empresa ardua e interminable. Me temo que también la Escuela , otra vieja
embustera, se ha introducido en el Lenguaje; y por ello se hace muy complicado
deshollinar de escolaridad los modos de nuestra reflexión. Incluso en la
célebre interrogación de Adorno (“¿Es todavía posible la Educación después de Auschwitz?”) se percibe como un eco de este inveterado prejuicio escolar. Con su tan citada
observación, el filósofo alemán se estaba refiriendo, en efecto, a una Educación Ideal, benefactora de la Humanidad , en la que aún
destellaría una instancia crítica, un momento emancipatorio,
negador de todo Orden Coactivo; una Educación testarudamente fiel al programa
de la Ilustración ,
desalienadora, destinada a influir positivamente
sobre la conducta de los hombres, a llevar “más lejos” su pensamiento; una
Educación capaz de contribuir a la reforma de la sociedad, a la reorganización
de la existencia... Se preguntaba por la ‘posibilidad’, después de Auschwitz, de una Educación
que nunca ha existido -o ha existido sólo como “falsa consciencia”, como mito,
como componente esencial de la “ideología escolar”. Esa Educación de Adorno
tampoco fue posible “antes” de Auschwitz. Más aún: los campos de concentración y de
exterminio fueron concebidos y realizados gracias, en parte, a la educación
“real”, “concreta”, que teníamos y que tenemos -la educación obligatoria de la juventud ‘recluida’ en
Escuelas; la educación que segrega socialmente, que aniquila la curiosidad
intelectual, que modela el carácter de los estudiantes en la aceptación de la Jerarquía , de la Autoridad y de la Norma , etc. Esta es la única
“educación” que conocemos, a la cual las democracias contemporáneas pretenden
meramente lavarle la cara; y esta
educación ‘efectiva’, de cada día en
todas las aulas, habiendo coadyuvado al horror de Auschwitz,
sigue siendo perfectamente posible
después... (3).
En resumen, me
defino como un anti-profesor, un enemigo de toda
pedagogía y un gran odiador de la Escuela. Me gusta
pensar que tiendo a desescolarizar algo...
****
Pretendo mostrar
en este estudio cómo bajo la
Democracia , y al socaire de unos presupuestos ebrios de pedagogismo, se
articula un tipo específico de práctica educativa (definible como
“reformista”); una forma de organizar en lo inmediato la transmisión cultural,
que, si bien se presenta como ‘superación’ de los modelos autoritarios de
enseñanza, en último término tiende a perfeccionar el funcionamiento represivo
de la Institución ,
instaurando modos encubiertos de despotismo profesoral. A tal fin, las
estrategias educativas progresistas
(encauzadas por las sucesivas “legalidades” o desplegadas espontáneamente por
el profesorado ‘inquieto’) ensayan una reformulación -y he aquí mi objeto de
análisis- de los principales componentes del hecho docente: asistencia,
temario, método, examen y gestión. Tales prácticas “progresistas” de enseñanza,
que bajo la Democracia
cohabitan con modelos clásicos, inmovilistas, anclados en el pasado, cuentan en
estos momentos con el respaldo de la Administración , con el beneplácito del reformismo
institucional, pues a través de ellas la Escuela atiende a sus objetivos de siempre (‘subjetivizar’ a los jóvenes conforme a las necesidades de
la reproducción del Sistema) ahorrándose los peligros inherentes al enquistamiento de los usos tradicionales: aburrimiento en
las aulas, sensación creciente de injusticia y arbitrariedad, exacerbación de
la resistencia estudiantil,... Renunciando a un análisis histórico-sociológico
de la Escuela
bajo la Democracia
(configuración legal, cometido social y político, etc.) y también a una
perspectiva de mera crítica ideológica de los currícula oficiales, me propongo
subrayar las “regularidades” perceptibles en el ejercicio cotidiano de la
docencia por parte del profesorado ‘moderno’, ‘crítico’, ‘renovador’, etc. -esa
porción del profesorado que, abrazando la causa de la reforma institucional o
ensayando por su cuenta métodos alternativos, satisface, consciente o
inconscientemente, en el acatamiento o en la desobediencia de la ley, una
demanda clamorosa de la
Democracia : la de maquillar
la Escuela ,
la de darle un rostro distinto a ese que ofrece bajo las dictaduras,
manteniéndola no obstante fiel en lo profundo a sí misma, esencialmente
idéntica a lo largo del tiempo, siempre la Escuela del Capitalismo, siempre la Escuela burguesa, siempre
“la Escuela ”.
Asumo, de alguna forma, una vieja propuesta de Foucault
(“avanzar hacia una nueva comprensión de las relaciones de poder que sea a la
vez más empírica, más directamente ligada a nuestra situación presente y que
implique sobre todo conexiones entre la teoría y la práctica”) (4), al atender
a esta lógica del funcionamiento
diario de la Institución ,
a esta mugre de debajo de las uñas
con frecuencia desconsiderada por la soberbia de las ciencias o por el “culto a
la abstracción” de los analistas de despacho.
Considero que la Escuela de la Democracia es una escuela en tránsito, casi un proceso,
una voluntad de alejarse de los modelos ‘clásicos’, hegemónicos bajo el
Franquismo, y de encontrar sus propias señas de identidad -un simulacro de
libertad en las clases, una participación de los alumnos en la dinámica
educativa, una invisibilización de las relaciones de
dominio,... Es, por tanto, una escuela en redefinición, que ha hecho del
“reformismo pedagógico” su propia instancia modeladora, su propio motor (5). En
mi opinión, la forma de Escuela hacia la que apunta ‘sabe’ en secreto de aquel fascismo de nuevo cuño del que ha
hablado, entre otros, E.Subirats, y que se
caracterizaría por hacer de cada hombre algo más y algo menos que un “policía
de todos los demás”: un policía de sí
mismo (6). Mi idea es que tanto el reformismo “individual” (espontáneo) del
profesorado ‘inquieto’ como el reformismo “alternativo” de las escuelas
anticapitalistas contribuyen inadvertidamente a hacer realidad ese sueño de la Democracia. Estimo
que los tres reformismos (el administrativo, el individual y el alternativo)
han empezado a alimentarse entre sí, a reforzarse mutuamente, fundiéndose en lo
profundo y marcando el camino de la
Escuela venidera; y que, a su lado, las prácticas
inmovilistas, propias del profesorado autoritario clásico, van a jugar un papel
cada vez menos importante, entrando (por disfuncionales; es decir, por remitir
a un tiempo que ya no es el nuestro y a un modelo periclitado de fascismo) en
un lento proceso de extinción.
Mi tesis (y me
permito aquí un gesto desautorizado por Derrida:
anticipar la conclusión en el desenvolvimiento de una Prólogo que no renuncia a
serlo) (7) es, en parte, la de muchos otros: que el “reformismo pedagógico” de la Democracia tiene como
finalidad convertir al estudiante en un cómplice
de su propia coerción, reconciliándolo con el Orden de la Escuela mediante un
ocultamiento de los dispositivos coactantes que lo
erigían en su víctima. Pero extraigo de ahí una consecuencia ‘práctica’ respaldable tan sólo por unos pocos: la necesidad de
sembrar, desde la docencia, el Crimen
en las aulas (Crimen: una violación de la Ley desde fuera de la Moral ); y de perseguir, a
través de una lucha embriagada de arte y quizás también de locura, la más
diáfana de las victorias -la conquista
de la Expulsión. De
esta parte “insuscribible” de mi análisis trata El Irresponsable (8), ensayo editado
hace unos años por Las Siete Entidades. De aquella otra parte “admisible” (del
modo en que cada día, y para tantísimos jóvenes, se
resuelve en ‘escuela reformada’ esa Educación posible aún después de Auschwitz) me
ocuparé ahora...
2) LA ESCUELA DE LA DEMOCRACIA
Y LA
DEMOCRACIA DE LA
ESCUELA
(MISERIA DEL REFORMISMO PEDAGÓGICO)
2-1) Pedagogismo
El saber pedagógico ha constituido
siempre una fuente de legitimación de la Escuela como vehículo privilegiado, y casi
excluyente, de la transmisión cultural. En correspondencia, la Escuela (es decir, el
conjunto de los discursos y de las prácticas que la recorren) ha sacralizado
los presupuestos básicos de ese saber, erigiéndolos en dogmas irrebatibles, en
materia de fe -y, a la vez, como diría Barthes, en
componentes nucleares de cierto verosímil
educativo, de un endurecido sentido
común docente. La escuela de la Democracia profundiza aún más, si cabe, su “pedagogismo”, apoyándose en conceptos que, desde el punto
de vista de la filosofía crítica, conducen a lugares sombríos y saben de
terrores pasados y presentes. Hay, en concreto, un supuesto (¿puedo decir abominable?) sobre el que reposa todo el
reformismo educativo de la
Democracia , un supuesto que está en el corazón de todas las
críticas ‘progresistas’ a la enseñanza tradicional y de todas las
‘alternativas’ disponibles. Es la idea de que compete a los “educadores” (parte selecta de la
sociedad adulta) desarrollar una importantísima tarea en beneficio de la
juventud; una labor ‘por’ los estudiantes, ‘para’ ellos e incluso ‘en’ ellos
-una determinada operación sobre su
conciencia: “moldear” un tipo de hombre (crítico, autónomo, creativo, libre,
etc.), “fabricar” un modelo de ciudadano (agente de la renovación de la
sociedad o individuo felizmente adaptado a la misma, según la perspectiva),
“inculcar” ciertos valores (tolerancia, antirracismo, pacifismo, solidaridad,
etc.),... Esta pretensión, que asigna al educador una función demiúrgica,
constituyente de “sujetos” (en la doble acepción de Foucault:
“El término ‘sujeto’ tiene dos
sentidos: sujeto sometido al otro por el control y la dependencia, y sujeto
relegado a su propia identidad por la conciencia y el conocimiento de sí mismo.
En los dos casos, el término sugiere una forma de poder que subyuga y somete.”)
(9), siempre orientada hacia la “mejora” o “transformación” de la sociedad,
resulta hoy absolutamente ilegítima: ¿En razón de qué está capacitado un educador para tan ‘alta’ misión? ¿Por sus
estudios? ¿Por sus lecturas? ¿Por su impregnación “científica”? ¿En razón de qué se sitúa tan ‘por encima’ de los
estudiantes, casi al modo de un “salvador”, de un sucedáneo de la divinidad,
“creador” de hombres? ¿En razón de qué
un triste funcionario puede, por ejemplo, arrogarse el título de forjador de sujetos críticos? Se hace
muy difícil responder a estas preguntas sin recaer en la achacosa “ideología de
la competencia”, o “del experto”: fantasía de unos especialistas que, en virtud de su formación ‘científica’
(pedagogía, sicología, sociología,...), se hallarían
verdaderamente preparados para un cometido tan sublime. Se hace muy difícil
buscar para esas preguntas una respuesta que no rezume
idealismo, que no hieda a metafísica (idealismo de la Verdad , o de la Ciencia ; metafísica del
Progreso, del Hombre como sujeto/agente de la Historia , etc.). Y hay en
todas las respuestas concebibles, como en la médula misma de aquella solicitud demiúrgica, un elitismo
pavoroso: la postulación de una nutrida aristocracia
de la inteligencia (los profesores, los educadores), que se consagraría a
esa delicada corrección del carácter
-o, mejor, a cierto diseño industrial
de la personalidad. Subyace ahí un concepto moral decimonónico, una ética de la
‘amputación’ y del ‘injerto’, un proceder estrictamente religioso, un trabajo
de ‘prédica’ y de ‘inquisición’. Late ahí una mitificación expresa de la figura
del Educador, que se erige en autoconciencia
crítica de la Humanidad
(conocedor y artífice del “tipo de sujeto” que ésta necesita para ‘progresar’),
invistiéndose de un genuino poder
pastoral e incurriendo una y mil veces en aquella “indignidad de hablar por
otro” a la que tanto se ha referido Deleuze (10). Y
todo ello con un inconfundible aroma a ‘filantropía’, a obra ‘humanitaria’,
‘redentora’...
De la mano de esta concepción de la labor del “educador”, se filtra
también en la práctica docente ‘reformista’ de la Democracia una
modalidad subrepticia de autoritarismo:
al colectivo estudiantil se le reclama una sumisión
‘inteligente’ al activismo de las metodologías-punta, que suele implicar una
mayor colaboración con la
Institución ; en su posición irremediablemente subalterna, los alumnos deben “dejarse
trabajar”, “dejarse modelar”, siempre por su propio ‘bien’ e incluso por el de
la comunidad toda.
Aquí radica una diferencia reseñable entre la escuela de la Democracia y la de la Dictadura. Durante
el Franquismo, los “educadores”, concentrando en su persona las prerrogativas
de un Juez, un Padre, un Predicador y un Verdugo, y pudiendo administrar
libremente la violencia física y la agresión simbólica, no sentían la necesidad
de ‘disimular’ su despotismo bajo un dispositivo pedagógico pre-diseñado,
por lo que se entregaban a aquella recreación puntual del carácter estudiantil
de manera directa e inmediata, sin subterfugios ni intercalaciones. Bajo la Democracia , por el
contrario, los profesores se sienten impelidos a desaparecer estratégicamente de la escena, a colocar entre ellos y
el alumnado una suerte de artefacto
pedagógico, una estructura didáctica y metodológica a la que, en rigor,
incumbiría la mencionada tarea subjetivizadora. Y
será esta estructura la que, inculcando “hábitos”, imponiendo disciplinas
secretas, actuará sobre la conciencia de los estudiantes, moldeando
insidiosamente la personalidad. El educador sostendrá la representación,
reparará circunstancialmente el aparato y procurará convertir a los jóvenes en
un resorte más del engranaje “formativo” -de ahí el interés en que las clases
sean ‘participativas’, ‘biunívocas’, ‘dialogadas’,... En ocasiones, y dado el
margen de autonomía que la legislación “democrática” confiere al enseñante, puede a éste caberle el orgullo de haber
‘diseñado’ la tecnología educativa por su cuenta, de haber ‘engendrado’ el
monstruo pedagógico... Este es el tipo de “profesor” que la Democracia anhela: un inventor de ‘métodos alternativos’, un forjador de ‘ambientes escolares’, y ya
no un dictador detestable aferrado a la tediosa “clase magistral” de siempre.
Se quiere un déspota (más o menos ‘ilustrado’); pero un déspota casi ausente,
camuflado, impalpable, en cierto sentido silencioso.
Otro presupuesto de la pedagogía moderna estriba en el axioma de que
“para educar es necesario encerrar”. Todas las propuestas
reformistas parten de esta aceptación del Encierro; y luego estudian el modo de
“amenizarlo”, de “amueblarlo” (procedimientos, didácticas, estrategias), siempre
con la mirada puesta en el ‘bien’ del estudiante y en la ‘mejora’ de la
sociedad... Sin embargo, la juventud también se auto-educa en la sociedad civil, fuera de los muros de la Institución , mediante
la lectura no-dirigida, el aprovechamiento de los diversos canales de
transmisión cultural independientes de la Escuela (entidades culturales, medios de
comunicación, asociaciones,...), la relación ‘informal’ con los adultos, los
viajes, la asimilación de las experiencias laborales, etc. Hay, pues, al margen
de la Escuela ,
un vasto campo de posibilidades de auto-formación,
de auto-educación, difuso y complejo,
que impregna casi todo el tejido de la vida cotidiana, de la interacción
social; campo de posibilidades que está siendo explotado, de hecho, por la
juventud, y probablemente más por la juventud no-escolarizada que por la
escolarizada, más por los trabajadores que por los estudiantes (demasiado
encastillados, estos últimos, en la mansión universitaria). A lo largo de
nuestra vida, casi todos nosotros habremos tropezado, más de una vez, con algún
exponente de esos jóvenes trabajadores “sin
estudios” (desechados por el sistema escolar o desertores voluntarios del
mismo) que nos ha sorprendido no obstante por la riqueza y consistencia de su
bagaje cultural, por el modo en que se ha auto-educado y por su forma de
entender el saber, tal y como quería Artaud, “a la
manera de un instrumento para la acción, una especie de nuevo órgano, un
segundo aliento” (11); exponente de una cierta juventud trabajadora que ha
sabido llevar a la práctica la consigna de W. Benjamin:
“liberar la tradición cultural del respectivo conformismo que, en cada fase de
la historia, está a punto de subyugarla” (12). Como ha comprobado Querrien, precisamente para fiscalizar (y neutralizar) los inquietantes procesos populares de
“auto-educación” -en las familias, en las tabernas, en las fábricas, etc.-, los
patronos y los gobernantes de los albores del Capitalismo tramaron el Gran Plan
de un “confinamiento educativo” de la Juventud (13). No
olvidemos que la enseñanza moderna, estatal, se generaliza a lo largo del siglo
XIX a fin de conjurar un problema creciente de deterioro del orden público, en gran medida estimulado
por la no-regularización administrativa de los procesos de transmisión cultural.
Poco a poco, la escolarización, rigurosamente obligatoria, empieza a competir
con éxito por la hegemonía como instrumento de la socialización de la Cultura , debilitando el
influjo de las restantes instancias, pero no acabando literalmente con ellas.
Quiero decir, con todo esto, que, como ha subrayado I. Illich,
el “encierro” no es la condición fundamental de la Educación , no es una
premisa insuprimible, aunque así los postule la ideología escolar. Y ha sido esa ideología profesional de los pedagogos y
de los docentes, de acuerdo con los intereses del Estado, la que ha centrado
todo el debate a propósito de la
Educación en torno a la figura de la Escuela. Naturalizada ,
presa de lo que Lukács denominó el maleficio de la cosificación, la institución escolar se ha
convertido finalmente en un fetiche, en un ídolo sin crepúsculo. Y la exigencia
del confinamiento educativo aparece
hoy como un dogma de toda pedagogía, reformista o no; como un “credo” al que se
abrazan sin excepción los Estados, dictatoriales o democráticos.
Hay, sin embargo, una diferencia entre las estrategias desplegadas por la Democracia y por la Dictadura para
‘controlar’ los hipotéticos efectos de la transmisión cultural
no-institucionalizada, el desenlace de los procesos no-escolares de aprendizaje
y formación. El Franquismo optó por disecar
el horizonte cultural, por constituir un panorama educativo raquítico y
monocolor: Escuelas y Universidades, de un lado, estatales o para-estatales
(privadas, confesionales); y entidades culturales ideológicamente afines de
otro, con un desenvolvimiento y una producción supervisadas. Aunque, con el
paso del tiempo, el régimen franquista limó sus aristas más duras y se
flexibilizó efectivamente, siempre tendió a una calculada contención de la oferta cultural, a un encogimiento máximo de la esfera intelectual. La Democracia prefiere,
por el contrario, también en este terreno, el éxtasis de la producción, la hipertrofia de la factoría cultural,
convencida de que la lógica del Mercado, en el estadio actual de dominación de
las conciencias, se bastará por sí misma para maniatar y casi ahogar los
proyectos culturales opositores, las experiencias educativas anticapitalistas.
Casi no requiere un verdadero trabajo de “policía cultural”, pues la
precariedad económica de los colectivos resistentes,
sus limitaciones materiales y sus escrúpulos ideológicos (cierta fobia a la
ganancia, al beneficio, a la rentabilidad, en muchos casos) determina
frecuentemente el fracaso de sus empresas, o los aboca a una ‘presencia’
testimonial, dramáticamente anecdótica. En lugar de combatir y clausurar los
dispositivos ‘contestatarios’ de transmisión cultural, la Democracia los deja estar, consciente de que su vuelo
es corto y su incidencia social casi nula, pero procura siempre centrarlos de
una forma o de otra sobre el modelo de la “Escuela”, institucionalizarlos,
soldarlos al aparato del Estado, alejarlos de la informalidad y de la
no-organización. Es propio de las estrategias democráticas favorecer la
proliferación de las escuelas, se acojan al rótulo que se acojan. Incluso las Escuelas Libres son admitidas sin
aspavientos, pues nada se teme de ellas y en muy poco se distinguen de las
escuelas estatales.
2-2)
Microfísica del poder en las aulas
¿Cómo se define en lo empírico la Escuela de la Democracia (esa Escuela
que la Democracia
tiende a constituir, negación inconcluyente de la
“escuela tradicional” vehiculada por el Franquismo)? ¿Qué microfísica del poder
opera cada día en nuestras aulas? ¿Cuáles son, en síntesis, los rasgos identificativos, vertebradores,
del Reformismo Pedagógico?
a) La aceptación -por
convencimiento o bajo presión- de la obligatoriedad de la Enseñanza y, por tanto,
el control más o menos escrupuloso de la asistencia de los alumnos a las clases.
Las formulaciones reformistas aceptan este principio de mala gana, se diría que
a regañadientes, y buscan el modo de ‘disimular’ dicho control, evitando el
“pase de lista” tradicional, omitiendo circunstancialmente alguna falta, etc.
Pero no se da nunca un rechazo absoluto, y explícito, del correspondiente
requerimiento administrativo. Para claudicar, aún de forma ‘revoltosa’, ante la
exigencia del mencionado control, el profesorado “disidente” cuenta con los
argumentos de varias tradiciones de Pedagogía Crítica, que aconsejan
circunscribir las iniciativas innovadoras,
los afanes transformadores, al ámbito de la ‘autonomía real’ del profesor, al
terreno de lo que puede efectivamente hacer sin violar las principales figuras
legales de la Institución -por ejemplo, las pedagogías
no-directivas inspiradas en la psicoterapia, con C.R.
Rogers como exponente; y la llamada “pedagogía
institucional”, que se nutre de las propuestas de M. Lobrot,
F. Oury y A. Vásquez, entre otros (14). Recabando la
comprensión y la complicidad de los alumnos en un lance tan enojoso, sintiéndose justificado por
pedagogos muy radicales, y sin un celo excesivo, el educador progresista
controla, de hecho, la asistencia. Ignorando la célebre máxima de Einstein (“la educación debe ser un regalo”), despliega sus
“novedosos” y “beneficiosos” métodos ante un conjunto de interlocutores forzados, de ‘partícipes’ y ‘actores’ no-libres, casi unos prisioneros a tiempo parcial. Y, en fin,
se solidariza implícitamente con el triple objetivo de esta “obligación de
asistir”: dar a la Escuela
una ventaja decisiva en su particular duelo con los restantes, y menos
dominables, vehículos de transmisión cultural (erigirla en anti-calle); proporcionar a la actuación pedagógica sobre la conciencia
estudiantil la ‘duración’ y la ‘continuidad’ necesarias para solidificar hábitus y, de
este modo, cristalizar en verdaderas disposiciones
caracteriológicas; hacer efectiva la primera
“lección” de la educación administrada, que aboga por el sometimiento absoluto
a los ‘designios’ del Estado (inmiscuyéndose, como ha señalado Donzelot, en lo que cabría considerar esfera de la autonomía de las familias, el Estado no sólo
‘secuestra’ y ‘confina’ cada día a los jóvenes, sino que “fuerza” también a los
padres, bajo la amenaza de una intervención judicial, a consentir ese rapto e incluso a hacerlo viable). He
aquí, desde un primer gesto, la doblez consustancial
de todo progresismo educativo...
b) La negación (en su conjunto o
en parte) del temario oficial y su sustitución por “otro”considerado
‘preferible’ bajo muy diversos argumentos -su carácter no-ideológico, su
criticismo superior, su ‘actualización’ científica, su mejor adaptación al
entorno geográfico y social del Centro, etc. El “nuevo” temario podrá ser
elaborado por el profesor mismo, o por la asamblea de los educadores
disconformes, o de modo ‘consensuado’ entre el docente y los alumnos, o por el
‘consejo autogestionario’, o, en el límite, sólo por los estudiantes..., según
el grado de atrevimiento de una u
otra propuesta reformista. Debidamente justificada, esta programación sustitutoria suele obtener casi de trámite su aprobación
por las autoridades educativas, pues, dada la decantación ideológica de los
profesores (que en la mayoría de los casos no va más allá de un progresismo
liberal o socialdemócrata), tiende a tomar como referencia el patrón “oficial”,
y se limita a desplazar los acentos, añadir cuestiones complementarias,
suprimir o aligerar otras, etc. En el área de las humanidades, en particular,
los temarios alternativos de nuestros
días apenas sí se distinguen de los ‘oficiales’ por la mayor atención que
prestan a los asuntos de crítica y denuncia social; por la apertura a temas
eventualmente ‘de moda’, como el feminismo, el ecologismo, el pacifismo, el
antirracismo, etc., y a problemáticas de índole regional, nacional o cultural;
y por la ocasional asunción de aparatos conceptuales o bien pretendidamente
“más críticos” -el materialismo histórico, de forma residual-, o bien
presuntamente “más científicos” (jergas funcionalistas, o estructuralistas, o
semiológicas,...). Sólo entre los profesores de orientación libertaria, los
docentes formados en el marxismo y los educadores que -acaso por trabajar en
zonas ‘problemáticas’ o socio-económicamente degradadas- manifiestan una
extrema receptividad a los planteamientos “concienciadores” tipo Freire, cabe hallar excepciones,
aisladas y reversibles, cada vez menos frecuentes, a la regla citada, con un desechamiento global de las prescriptivas
curriculares de la
Democracia y una elaboración detallada de auténticos temarios
‘alternativos’. Y en estos casos en que el currículum se remoza de arriba a
abajo, surge habitualmente una dificultad en el seno mismo de la estrategia
reformista. Si bien esos profesores aciertan en su crítica de los programas
“vigentes” (efectivamente legitimatorios) (15), luego
confeccionan unos temarios de reemplazo
demasiado cerrados, casi de nuevo dogmáticos, que sirven de soporte a unas
prácticas en las que el componente de ‘adoctrinamiento’ no puede ocultarse,
entrando en contradicción con los propósitos declarados de formar hombres “críticos”, “moral e ideológicamente
independientes”, etc. Reproducen así, de algún
modo, la aporía que habitó entre los proyectos de sus viejos
inspiradores ‘pedagógicos’ (Ferrer Guardia y los pedagogos libertarios de Hambugo, valga el ejemplo, por un lado; Blonskij
y Makarenko, por otro; y el propio Freire, con sus
seguidores, casi insinuando una tercera vía) (16). Por último, y como han
subrayado Illich y Reimer,
registrándose acusadas diferencias al nivel de la pedagogía “explícita”
(temarios, contenidos, mensajes,...) entre las propuestas ‘conservadoras’ y las
‘revolucionarias’, no ocurre lo mismo en el plano de la pedagogía “implícita”, donde se constata una sorprendente
afinidad: las mismas sugerencias de heteronomía
moral, una idéntica asignación de roles, semejante trabajo de normalización del
carácter, etc. (17).
En definitiva, participe o no el alumnado en la tarea de “rectificación
curricular”, y destaque o no ésta por su envergadura, el revisionismo de los temarios nunca podrá considerarse un
instrumento efectivo de la praxis transformadora, pues, sujeto a veces a afanes
proselitistas y de adoctrinamiento (que constituyen, en sí mismos, la negación de la autonomía y de la creatividad
estudiantiles), queda invariablemente preso en las redes de la “pedagogía
implícita” -atenazado y reducido por esa fuerza etérea que, desde el trasfondo
del momento verbal de la enseñanza, influye infinitamente más en la conciencia
que todo discurso y toda voz.
c) La modernización de la “técnica
de exposición” y la modificación de la “dinámica de las
clases”. La Escuela
de la Democracia
procura explotar en profundidad las posibilidades didácticas de los nuevos
medios audiovisuales, virtuales, etc., y está abierta a la incorporación
‘pedagógica’ de los avances tecnológicos
coetáneos -una forma de contrarrestar el tan denostado “verbalismo” de la
enseñanza tradicional. Proyecta sustituir, además, el rancio modelo de la
“clase magistral” por otras dinámicas participativas
que reclaman la implicación del estudiante: coloquios, representaciones,
trabajos en grupo, exposiciones por parte de los alumnos, talleres,... Se
trata, una vez más, de acabar con la típica pasividad
del alumno -interlocutor mudo y sin deseo de escuchar-; ‘pasividad’ que, al
igual que el fraude en los exámenes, ha constituido siempre una forma de
resistencia estudiantil a la violencia y arbitrariedad de la Escuela , una tentativa de
inmunización contra los efectos del incontenible discurso profesoral, un modo
de no-colaborar con la
Institución y de no ‘creer’ en ella...
Todo el énfasis se pone, entonces, en las mediaciones, en las estrategias,
en el ambiente, en el constructivismo metodológico. Estas
fueron las inquietudes de las Escuelas Nuevas, de las Escuelas Modernas, de las
Escuelas Activas,... Hacia aquí apuntó el
reformismo originario, asociado a los nombres de Dewey
en los EEUU, de Montessori en Italia, de Decroly en Bélgica, de Ferrière
en Francia,... De aquí partieron asimismo los “métodos Freinet”,
con todos sus derivados. Y un eco de estos planteamientos se percibe aún en
determinadas orientaciones “no-directivas” contemporáneas. Quizás palpite aquí,
por ultimo, el corazón del reformismo
cotidiano, ese reformismo de las Escuelas de la Democracia , de los
Institutos de hoy, de los profesores “renovadores”, “inquietos”,
“contestatarios”... Es lo que, en El
Irresponsable, he llamado “la
Ingeniería de los Métodos Alternativos”; labor de ‘diseño
didáctico’ que, en sus formulaciones más radicales, suele hacer suyo el
espíritu y el estilo inconformista de Freinet: una
voluntad de denuncia social desde la
Escuela , de educación ‘desmitificadora’
para el pueblo, de crítica de la ideología burguesa, apoyada fundamentalmente
en la renovación de los métodos
(imprenta en el aula, periódico, correspondencia estudiantil, etc.) y en la
negación incansable del sistema escolar establecido - “la sobrecarga de
materias es un sabotaje a la educación”, “con cuarenta alumnos para un profesor
no hay método que valga”, anotó, por ejemplo, Freinet.
Cabe detectar, me parece, una dificultad insalvable en el seno de estos
planteamientos: el “cambio” en la dinámica de las clases deviene siempre como
una imposición del profesor, un dictado de la Autoridad ; y deja
sospechosamente en la penumbra la cuestión de los fines que propende. ¿Nuevas
herramientas para el mismo viejo trabajo sórdido? ¿Un instrumental
perfeccionado para la misma inicua operación de siempre? Así lo consideraron Vogt y Mendel, para quienes la
fastuosidad de los nuevos métodos escondía una aceptación implícita del sistema
escolar y del sistema social general (18). No se le asigna a la Escuela otro cometido
mediante la mera renovación de su arsenal metodológico: esto es evidente.
Por añadidura, aquella “imposición” del sistema didáctico alternativo
por un hombre que declara perseguir en todo momento el ‘bien’ de sus alumnos,
sugiere -desde el punto de vista del ‘currículum oculto’- la idea de una Dictadura Filantrópica (o Dictadura de
un Sabio Bueno), de su posibilidad, y nos retrotrae al modelo histórico del
Despotismo Ilustrado: “Todo para el pueblo, pero sin el pueblo”. Aquí: “Todo
para los estudiantes, pero sin los estudiantes”. Como aconteció con la
mencionada experiencia histórica, siendo insuficiente
su Ilustración -poco sabe de la dimensión socio-política de la Escuela , de su
funcionamiento ‘clasista’, que no se altera con la simple sustitución de los
métodos; demasiado confía en la ‘espontaneidad’ del estudiante (Ferrière), en los aportes de la ‘ciencia’ psicológica (Piaget), en la ‘magia’ de los colectivo (Oury); nada quiere oír a propósito de la “pedagogía
implícita”, de la hipervaloración de la figura del
Educador que le es propia, etc.-, su Despotismo se revela, por el contrario, excesivo: es el Profesor el que, desde
la sombra y casi en silencio, lleva las riendas del experimento, examinándolo y
evaluándolo, y reservándose el derecho a ‘decretar’ (si es preciso) las
correcciones oportunas...
Gracias al vanguardismo didáctico, la educación administrada se hace más
soportable, más llevadera; y la
Escuela puede desempeñar sus funciones seculares (reproducir
la desigualdad social, ideologizar, sujetar el
carácter) casi contando ya con la aquiescencia de los alumnos, con el agradecimiento de las víctimas. No es de
extrañar, por tanto, que casi todas las propuestas didácticas y metodológicas
de la tradición pedagógica “progresiva” hayan sido paulatinamente incorporadas
por la Enseñanza
estatal; que las sucesivas ‘remodelaciones’ del sistema educativo, promovidas
por los gobiernos democráticos, sean tan receptivas a los principios de la Pedagogía Crítica ;
que, por su oposición a las estrategias “activas”, “participativas”, etc., sea
el proceder inmovilista del ‘profesor tradicional’ el que se perciba, desde la Administración ,
casi como un peligro, como una práctica disfuncional
-que engendra aburrimiento, conflictos, escepticismo estudiantil, problemas de
legitimación,... Tampoco llama la atención que buena parte de las experiencias
de renovación didáctica y metodológica se lleven a
cabo sin operar cambios importantes
en la programación, como si se contentaran con “amenizar” la divulgación de las
viejas verdades, con “optimizar” el rendimiento ideológico de la Institución (19).
d) La impugnación de los modelos
clásicos de ‘examen’ (trascendentales, memorístico-repetitivos), que serán
sustituidos por pruebas menos “dramáticas”, a través de las cuales se
pretenderá calificar ‘actitudes’, ‘destrezas’, ‘capacidades’, etc.; y la
promoción de la participación de los estudiantes en la definición del tipo de
examen y en los sistemas mismos de calificación. Permitiendo la consulta de
libros y apuntes en el trance del examen, o sustituyéndolo por “ejercicios”
susceptibles de hacer en casa, por “trabajos” de síntesis o de investigación,
por pequeños “controles” periódicos, etc., los profesores reformistas desdramatizan el fundamento material de
la evaluación, pero no lo derrocan. Así como no niegan la obligatoriedad de la Enseñanza , los
educadores ‘progresistas’ de la
Democracia admiten, con reservas o sin ellas, este imperativo
de la evaluación. Normalmente, declaran ‘calificar’ disposiciones, facultades
(el ejercicio de la crítica, la asimilación de conceptos, la capacidad de análisis,...),
y no la repetición memorística de unos contenidos expuestos. Pero,
desdramatizado, bajo otro nombre, reorientado, el “examen” (o la prueba) está ahí; y la “calificación”
-la evaluación- sigue funcionando
como el eje de la pedagogía, explícita e implícita. Por la subsistencia del
“examen”, las prácticas reformistas se condenan a la esclerosis
político-social: su reiterada pretensión de estimular el criticismo y la
independencia de criterio choca frontalmente con la eficacia de la “evaluación”
como factor de interiorización de la ideología dominante (ideología del fiscalizador competente, del operador
‘científico’ capacitado para juzgar objetivamente
los resultados del aprendizaje, los progresos en la formación cultural;
ideología de la desigualdad y de la jerarquía naturales entre unos estudiantes y otros, entre éstos y el
profesor; ideología de los dones
personales o de los talentos;
ideología de la competitividad, de la lucha por el éxito individual; ideología de la sumisión conveniente, de la violencia
inevitable, de la normalidad del
dolor -a pesar de la ansiedad que genera, de los trastornos psíquicos que
puede acarrear, de su índole ‘agresiva’, etc., el “examen” se presenta como un mal trago socialmente indispensable, una
especie de adversidad cotidiana e insuprimible-; ideología de la simetría de oportunidades, de la prueba unitaria y de la ausencia
de privilegios; etc.). En efecto, componentes esenciales de la ideología del
Sistema se condensan en el “examen”, que actúa también como corrector del carácter, como moldeador
de la personalidad -habitúa, así, a la aceptación de lo establecido/insufrible,
a la perseverancia torturante en la Norma.
Por último, y tal y
como demostraron Baudelot y Establet
para el caso de Francia, el “examen”, con su función selectiva y segregadora,
tiende a fijar a cada uno en su condición social de partida, reproduciendo de
ese modo la dominación de clase (20). Elemento de la perpetuación de la
desigualdad social (Bourdieu y Passeron)
(21), destila además una suerte de “ideología profesional” (Althusser)
que coadyuva a la legitimación de la
Escuela y a la mitificación de la figura del Profesor... Toda
esta secuencia ideo-psico-sociológica, tan
comprometida en la salvaguarda de lo Existente, halla paradójicamente su aval
en las prácticas evaluadoras de esa porción del profesorado que, ¿quién va a
creerle?, dice simpatizar con la causa de la “mejora” o “transformación” de la sociedad...
Tratando, como siempre, de distanciarse del modelo del “profesor
tradicional”, su enemigo declarado, los educadores reformistas pueden promover
además la participación del alumnado en la ‘definición’ del tipo de examen
(para que los estudiantes se impliquen decididamente en el diseño de la
tecnología evaluadora a la que habrán de someterse) y, franqueando un umbral
inquietante, en los sistemas mismos de calificación -nota consensuada, calificación por
mutuo acuerdo entre el alumno y el profesor, evaluación por el colectivo de la clase, o, incluso, auto-calificación ‘razonada’... Este afán
de involucrar al alumno en las tareas vergonzantes de la evaluación, y el caso
extremo de la auto-calificación estudiantil, que encuentra su justificación
entre los pedagogos fascinados por la psicología y la psicoterapia (22),
persigue, a pesar de su formato progresista, la absoluta “claudicación” de los
jóvenes ante la ideología del examen -y, por ende, del sistema escolar- y
quisiera sancionar el éxito supremo de la Institución : que
el alumno acepte la violencia simbólica y la arbitrariedad del examen; que
interiorice como ‘normal’, como ‘deseable’, el juego de distinciones y de
segregaciones que establece; y que sea capaz, llegado el caso, de suspenderse a
sí mismo, ocultando de esta forma el despotismo intrínseco del acto evaluador.
En lo que concierne a la
Enseñanza , y gracias al ‘progresismo’ benefactor de los
reformadores pedagógicos, ya tendríamos al policía
de sí mismo, ya viviríamos en el neofascismo.
Recurriendo a una expresión de López-Petit,
Calvo Ortega ha hablado del “modelo del autobús” para referirse a las formas
contemporáneas de vigilancia y control: en los autobuses antiguos, un ‘revisor’
se cercioraba de que todos los pasajeros hubieran pagado el importe del billete
(uno vigilaba a todos); en los autobuses modernos, por la mediación de una
máquina, cada pasajero ‘pica’ su billete sabiéndose observado por todos los
demás (todos vigilan a uno). En lo que afecta a la Enseñanza , y gracias al
invento de la “auto-evaluación”, en muchas aulas se ha dado ya un paso más: no
es ‘uno’ el que controla a todos (el profesor calificando a los estudiantes);
ni siquiera son ‘todos’ los que se encargan del control de cada uno (el
colectivo de la clase evaluando, en asamblea o a través de cualquier otra
fórmula, a cada uno de sus componentes); es ‘uno mismo’ el que se
‘auto-controla’, uno mismo el que se aprueba o suspende (auto-evaluación). En
este autobús que probablemente llevará a una forma inédita de fascismo, aún
cuando casualmente no haya nadie, aún cuando esté vacío, sin revisor y sin
testigos, cada pasajero ‘picará’ religiosamente su billete (uno se vigilará a
sí mismo). Convertir al estudiante en un policía de sí mismo: este es el
objetivo que persigue la
Escuela de la Democracia. Convertir
a cada ciudadano en un policía de sí mismo: he aquí la meta hacia la que avanza
la Democracia
en su conjunto. Se trata, en ambos casos, de reducir al máximo el aparato visible de coacción y vigilancia; de
camuflar y travestir a sus agentes; de delegar en el individuo mismo, en el
ciudadano anónimo, y a fuerza de “responsabilidad”, “civismo” y “educación”,
las tareas decisivas de la
Vieja Represión.
e) El favorecimiento
de la participación de los alumnos en la gestión de los Centros (a través de
‘representantes’ en los Claustros, Juntas, Consejos Escolares, etc.) y el
fomento del “asambleísmo” y la “auto-organización”
estudiantil a modo de lucha por la ‘democratización’ de la Enseñanza. En el
primero de estos puntos confluyen el reformismo administrativo de los gobiernos
democráticos y el “alumnismo” sentimental de los
docentes progresistas, con una
discrepancia relativa en torno al “grado” de aquella intervención estudiantil
(número, mayor o menor, de alumnos en el Consejo Escolar, por ejemplo) y a las
“materias” de su competencia (¿los problemas de orden disciplinario?, ¿los
aspectos de la evaluación?, ¿la distribución del presupuesto?,...). Dejando a
un lado esta discrepancia, docentes y legisladores suman sus esfuerzos para
alcanzar un mismo y único fin: la integración del estudiante, a quien
se concederá -como urdiéndole una trampa- una engañosa cuota de poder (23).
Dentro de la segunda línea reformadora, en principio radical, se sitúan las experiencias
educativas no-estatales de inspiración anarquista -como “Paideia.
Escuela Libre”- y las prácticas de pedagogía “antiautoritaria”
(‘institucional’, ‘no-directiva’ o de fundamentación
psicoanalítica) trasladadas circunstancialmente, de forma individual, a las
aulas de la enseñanza pública. Se resuelven, en todos los casos, en un fomento
del asambleísmo estudiantil y de la autogestión
educativa, y en una renuncia expresa al poder profesoral. La Institución (estatal o
para-estatal) se convierte, así, en una escuela
de democracia; pero de “democracia viciada”, en mi opinión. Viciada, ante todo, porque, al igual que
ocurría con la pirotecnia de los Métodos Alternativos, es el profesor el que impone la nueva dinámica, el que obliga al asambleísmo;
y este gesto, en sí mismo ‘paternalista’, semejante -como vimos- al que
instituyó el Despotismo Ilustrado, no deja de ser un gesto autoritario, de ambiguo valor “educativo” -contiene la idea de un
Salvador, de un Liberador, de un Redentor, o, al menos, de un Cerebro que implanta lo que conviene a los
estudiantes como reflejo de lo que convendría a la Humanidad. A los
jóvenes no les queda más que “estar agradecidos”; y empezar a ejercer un poder
que les ha sido ‘donado’, ‘regalado’. La
sugerencia de que la “libertad” (entendida como democracia, como
autogestión) se conquista, deviene
como “el botín que cabe en suerte a los vencedores de una lucha” (Benjamin), está excluida de ese planteamiento. Por
añadidura, parece como si al alumnado no se le otorgara el poder mismo, sino
sólo su ‘usufructo’; ya que la “cesión” tiene sus condiciones y hay, por encima
de la esfera autogestionaria, una Autoridad que ha definido los límites y que vigila su desenvolvimiento
(24). Como se apreciará, estas estrategias estallan en contradicciones
insolubles, motivadas por la circunstancia de que en ellas el “profesor”, en
lugar de auto-destruirse, se magnifica:
con la razón de su lado, todo lo reorganiza en beneficio de los alumnos y, de
paso, para contribuir a la transformación de la sociedad. Se dibuja, así, un
espejismo de democracia, un simulacro de ‘cesión’del
poder. De hecho, el profesor sigue investido de toda la autoridad, aunque
procure invisibilizarla; y la libertad de sus alumnos
es una libertad contrita, maniatada, ajustada a unos moldes creados por él.
Esta concepción “estática” de la libertad -una vez instalados en el seno
de la misma, los alumnos ya no pueden ‘recrearla’, ‘reinventarla’-, y de la
libertad “circunscrita”, “limitada”, vigilada por un Hombre al que asiste la
certidumbre absoluta de haber dado con la Ideología Justa ,
con la organización ‘ideal’, es, y no me importa decirlo, la concepción de la
libertad del estalinismo, la negación de la libertad. Incluso en sus
formulaciones más extremosas, la
Escuela de la
Democracia acaba definiéndose como una Escuela sin Democracia (25)...
****
Por el juego de todos estos deslizamientos puntuales, algo sustancial se
está alterando en la Escuela
bajo la Democracia :
aquel dualismo nítido profesor-alumno tiende a difuminarse, adquiriendo
progresivamente el aspecto de una asociación
o de un enmarañamiento. Se produce, fundamentalmente, una “delegación” en el
alumno de determinadas incumbencias tradicionales del profesor; un trasvase de funciones que convierte al
estudiante en sujeto/objeto de la práctica pedagógica... Habiendo participado,
de un modo u otro, en la
Rectificación del temario, ahora habrá de ‘padecerlo’.
Erigiéndose en el protagonista de las clases re-activadas, en adelante se ‘co-responsabilizará’ del fracaso inevitable de las mismas y
del aburrimiento que volverá por sus fueros conforme el factor “rutina”
erosione la capa de novedad de las dinámicas participativas. Involucrándose en
los procesos evaluadores, no sabrá ya contra quién revolverse cuando sufra las
consecuencias de la calificación discriminatoria y jerarquizadora.
Aparentemente al mando de la nave escolar, ¿a quién echará las culpas de su
naufragio? Y, si no naufraga, ¿de quién esperará un motín cuando descubra que
lleva a un mal puerto? En pocas palabras: por la vía del Reformismo Pedagógico,
la Democracia
confiará al estudiante las tareas cardinales de su propia coerción. De aquí se
sigue una invisibilización
del educador como agente de la agresión escolar y un ocultamiento de los procedimientos de dominio que definen la lógica
interna de la
Institución.
3)
INSISTENCIA (DISCURSO DETENIDO)
Cada día un poco más, la
Escuela de la
Democracia es, como diría Cortázar, una “Escuela de noche”. La parte ‘visible’ de su funcionamiento
coercitivo aminora y aminora. Sostenía Arnheim que,
en pintura como en música, la “buena” obra no
se nota -apenas hiere nuestros sentidos. Me temo que éste es también el
caso de la “buena” represión: no se
ve, no se nota. Hay algo que está muriendo de paz en nuestras escuelas; algo
que sabía de la resistencia, de la crítica. El “estudiante ejemplar” de nuestro
tiempo es una figura del horror: se le ha implantado el corazón de un profesor
y se da a sí mismo escuela todos los días. Horror dentro del horror, el de un
autoritarismo intensificado que a duras penas sabremos percibir. Horror de un
cotidiano trabajo de poda sobre la conciencia. “¡Dios mío, qué están haciendo
con las cabezas de nuestros hijos!”, pudo todavía exclamar una madre alemana en
las vísperas de Auschwitz. Yo llevo todas las mañanas
a mi crío al colegio para que su cerebro sea maltratado y confundido por un
hatajo de ‘educadores’, y ya casi no exclamo nada. ¿Qué puede el discurso
contra la Escuela ?
¿Qué pueden estas páginas contra la Democracia ? ¿Y para qué escribir tanto, si todo
lo que he querido decir a propósito de la Escuela de la Democracia cabe en un verso, en un solo
verso, de Rimbaud:
“Tiene
una mano que es invisible, y que mata”.
__________
NOTAS
(1) WILDE, O., “El crítico artista”, en Ensayos y artículos, Hyspamérica-Orbis, Barcelona, 1986, p.74.
(2) FERRER GUARDIA, F., La Escuela Moderna ,
Tusquets Editor, Barcelona, 1976, p.180.
(3) Por todo esto, cabe concluir que ADORNO formulaba su interpretación
en los términos del “pensamiento escolarizado” -una forma de discurrir que
reproduce las fábulas, las autojustificaciones, del ‘pedagogismo’ moderno. Esos son los modos de reflexión que
no quiero hacer míos; ése es el código de legitimación de la Escuela al que no
debiéramos atenernos...
(4) FOUCAULT, M., “Por qué hay que estudiar el poder: la cuestión del
sujeto”, en Materiales de Sociología
Crítica, La Piqueta ,
Madrid, 1980, pp.28-29.
(5) Manejo un concepto “amplio” de Reformismo Pedagógico; un concepto
que aglutina tanto a las sucesivas ‘remodelaciones’ del sistema escolar
inducidas por la
Administración (reformismo
en sentido estricto, constituyente de legalidad ),
como a las estrategias particulares de ‘corrección’ de los procedimientos
dominantes desplegadas, desde la fronteras de la legalidad, por el profesorado disidente. Por último, también incluyo
bajo este rótulo los experimentos alternativos
de enseñanza no-estatal que, a pesar de su definición anticapitalista, han sido
admitidos (legalizados) por el propio Sistema -p. ej., las Escuelas Libres, tipo ‘Paideia’.
(6) Véase, al respecto, SUBIRATS, E., Contra la Razón
destructiva, Tusquets, Barcelona, 1979, pp.
90-91.
(7) DERRIDA, J., La diseminación,
Fundamentos, Madrid, 1975, pp. 12-15 y siguientes.
(8) GARCIA OLIVO, P., El
Irresponsable, Las Siete Entidades, Sevilla, 2OOO.
(9) FOUCAULT, M., op. cit.,
p. 31.
(10)Véase, p. ej., “Los intelectuales y el poder. Entrevista de G. Deleuze a M. Foucault”, recogido
en Materiales de Sociología..., op. cit., p. 80.
(11)ARTAUD, A., El teatro y su
doble, Edhasa, Barcelona, 1973, pp. 44-45.
(12)BENJAMIN, W., Discursos Interrumpidos
1, Taurus, Madrid, 1973, p. 181.
(13)QUERRIEN, A., Trabajos
elementales sobre la
Escuela Primaria , La Piqueta , Madrid, 1979; y también DONZELOT, J., La policía de las familias, Pre-Textos, Valencia, 1979.
(14)C.R. ROGERS, partidario de una educación
“centrada en el estudiante” y en la “libertad” del estudiante, introduce
enseguida una matización: “El principio esencial quizá sea el siguiente: dentro
de las limitaciones impuestas por las circunstancias, la autoridad, o impuestas
por el educador por ser necesarias para su bienestar psicológico, se crea una
atmósfera de permisividad, de libertad, de aceptación, de confianza en la
responsabilidad del estudiante” (Psicoterapia
centrada en el cliente, Paidós, Buenos Aires,
1972, p. 339). Como el “control de la asistencia” es una limitación impuesta
por la autoridad, por la legislación, y como el ‘bienestar psíquico del
profesor’ peligra ante las consecuencias de oponerse abiertamente a él (clase
vacía o semi-vacía, represión administrativa, etc.),
para ROGERS, tan “anti-autoritario”, sería preferible
‘aceptarlo’ a fin de no truncar la experiencia reformadora. También la llamada
“pedagogía institucional”, que adelanta reformas tan espectaculares como el
‘silencio de los maestros’, la ‘devolución de la palabra a los estudiantes’ y
la renuncia al poder por parte de los profesores, explicita inmediatamente que
“el grupo es soberano sólo en el campo de sus decisiones” (M. LOBROT, Pedagogía institucional, Humánitas, Buenos Aires, 1974, p. 292), quedando fuera de
este ‘campo’ la postulación de la voluntariedad de la asistencia. Si bien el
profesor delega todo su poder en el
grupo, abdica en el órgano
autogestionario -el “consejo de cooperativa” de Oury
y Vásquez-, es sólo ese “poder real”, ese “campo de su competencia”, el que
pasa a los estudiantes, y ahí no está incluida la posibilidad de alterar la
obligatoriedad sustancial de la asistencia.
(15)Propaganda más que
“información”, enmascaramiento y distorsión de la realidad social, difusión de
los mitos del Sistema, de la representación del mundo propia de la clase
dominante, como han subrayado J.C. PASSERON y P. BOURDIEU, por un lado, y E.
REIMER e IVAN ILLICH, por otro.
(16)FERRER GUARDIA legitima su enseñanza en función de dos ‘títulos’ sacralizados: el racionalismo y la
ciencia. Por “racionalista”, por “científica”, su enseñanza es verdadera,
transformadora, un elemento de Progreso. Busca, y no encuentra, libros racionalistas y científicos (p. ej., de
Geografía); y tiene que encargar a sus afines la redacción de los mismos. En la
medida en que su crítica socio-política del Capitalismo impregna el nuevo
material bibliográfico, éste pasa mecánicamente a considerarse ‘racionalista’ y
‘científico’ y, sirviendo de base a los programas, se convierte en objeto de
aprendizaje por los alumnos. El compromiso
‘comunista’ de MAKARENKO es también absoluto, sin rastro de
auto-criticismo, por lo que los “nuevos” programas se entregan sin descanso al comentario de dicha ideología. Incluso
FREIRE diseña un proceso relativamente complejo (casi barroco) de “codificación
del universo temático generador”, posterior “descodificación”, y “concientización final”, que, a poco que se arañe su roña
retórica y formalizadora, viene a coincidir
prácticamente con un trabajo de adoctrinamiento
y movilización. Se reproduce, así, en
los tres casos, aquella contradicción entre un discurso que habla de la
necesidad de forjar sujetos ‘críticos’, ‘autónomos’, ‘creativos’, ‘enemigos de
los dogmas’, por un lado, y, por otro, una práctica tendente a la homologación
ideológica, a la asimilación pasiva de un cuerpo doctrinal dado, a la
movilización en una línea concreta, prescrita de antemano...
(17)”Poco importa que el programa explícito se enfoque para enseñar
fascismo o comunismo, liberalismo o socialismo, lectura o iniciación sexual,
historia o retórica, pues el programa latente ‘enseña’ lo mismo en todas
partes” (ILLICH, Y., Juicio a la Escuela , Humánitas, Buenos Aires, 1973, pp. l8-l9). “Las escuelas
son fundamentalmente semejantes en todos los países, sean éstos fascistas,
democráticos o socialistas” (ILLICH, Y., La
sociedad desescolarizada, Barral, Barcelona,
1974, p. 99).
(18)VOGT, CH. Y MENDEL, G., El
manifiesto de la educación, S.XXI, Madrid, 1975, pp. l78-l79.
(19)Este hecho, el desinterés de muchos “reformadores” metodológicos y
didácticos por la trastocación del temario (y por el
funcionamiento socio-político de la Institución ), ha sido subrayado recurrentemente
por los comentaristas de la llamada pedagogía
progresiva.
(20)BAUDELOT, CH. Y ESTABLET, R., La
escuela capitalista en Francia, S.XXI, Madrid,
1975.
(21)Como han demostrado estos autores, es una evidencia “empírica” que
el examen selecciona a los hijos de la burguesía para los estudios que dan
acceso a los puestos de dirección, a las profesiones socialmente más
influyentes, a los escalafones superiores de la Administración ,
etc.; y tiende a condenar a los hijos de los trabajadores al “fracaso escolar”,
a la rama subsidiaria de la “formación profesional”, a las “carreras para pobres”,...
(BOURDIEU, P. Y PASSERON, J. C., La
reproducción, Laia, Barcelona, 1977).
(22)”La auto-evaluación, la propia evaluación del aprendizaje, estimula
al estudiante a sentirse más responsable; cuando el estudiante debe decidir los
criterios que le resultan más importantes, los objetivos que se propone
alcanzar, y cuando debe juzgar en qué medida lo ha logrado, no hay duda de que
está haciendo un importante aprendizaje de la libertad; la vivencialidad
de su aprendizaje en general aumenta y se hace más satisfactoria; el individuo
se siente más libre y satisfecho” (PALACIOS, J., a propósito de los criterios
de ROGERS, en La cuestión escolar, Laia, Barcelona, 1984, p. 240).
(23)Para esta engañosa participación de los estudiantes en el gobierno
de los Centros se recurre a los procedimientos característicos del representantivismo
liberal: “representantes” de clase y/o de curso elegidos por los estudiantes
entre diversas candidaturas; “asamblea de representantes” que toma en
consideración los asuntos capitales; “super-representante”
que acude a las reuniones del Consejo Escolar, con un papel en el mismo
rigurosamente delimitado. Se escamotea así la posibilidad misma de una
democracia de base (o directa), con “delegados” ocasionales,
movibles, sustituibles; un verdadero control de su actuación por el conjunto de
los alumnos; y una capacidad concreta de intervención en la gestión de los
Centros escolares acorde con el peso real del estudiantado en la Institución.
(24)En el caso de PAIDEIA, esa Autoridad otorgadora del poder,
definidora de sus límites y vigilante de su ejercicio está constituida por “los adultos” -en sus términos. En el
caso de las “pedagogías institucionales”, la Autoridad es el maestro,
el profesor, que, como señala LOBROT, “está para responder a las demandas de
los estudiantes, pero no responde
necesariamente a toda demanda. Si lo hiciese, perdería a su vez la libertad
y se convertiría en una máquina en manos de sus alumnos” (op.
cit., p. 262). PAIDEIA está diseñada por los adultos, y quien quiere estudiar en
esta “Escuela Libre” debe aceptar su modo de funcionamiento. La asamblea de los
estudiantes no puede ‘corregir’ esa forma de operar, no puede ‘cambiar’ el
rumbo de la
Institución. A los alumnos se les ha dicho que así es la
verdadera “democracia”, la verdadera “autogestión” educativa; no tienen más
remedio que creérselo y desempeñar en
ese contexto su papel. Ya han sido redimidos,
ya han sido liberados del
autoritarismo escolar por la sabiduría organizativa y la clarividencia
ideológica de Los Adultos. El profesor institucional pone también un límite al
órgano autogestionario por él concebido para la “formación democrática” y el
“aprendizaje en libertad” de sus alumnos: la asamblea no puede demandar el
restablecimiento de la dinámica no-institucional, no-autogestionaria. Es libre a la fuerza, autogestionaria lo quiera o no...
(25)”Mandar para obedecer, obedecer para mandar”:
según CORTÁZAR, ese era el lema de todo tipo concebible de Escuela. “Mandar
para obedecer” (los estudiantes obedeciendo
al profesor anti-autoritario al tomar el mando de la
clase); y “obedecer para mandar” (el profesor subordinándose aparentemente a
sus alumnos para gobernarlos también
de esta forma). He aquí una manifestación más de aquella “hipocresía sustancial
de todo reformismo” a la que tanto se ha referido Deleuze...
"Artificio para Domar. Escuela, Reformismo y Democracia”, revista Iralka, n.º 16, Octubre
2000-Marzo 2001, pp. 27-32, San Sebastián -incluido en el monográfico La Democracia Española.
Reedición en el número 20 de Aquelarre. Revista del Centro Cultural de la Universidad del Tolima, Colombia, 2011, pp. 83-100.
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